lunes, 7 de febrero de 2011

Gloria bendita

El humo que desprendía la taza de café le olía a gloria bendita. Sus manos abrazaban al recipiente como para que no se escapase, pero en realidad lo hacían para calentarse. Qué gusto sentir cómo el calor de la loza traspasaba su piel y revivía sus articulaciones. ¡Gloria bendita!

Las dos cucharadas de azúcar hacían más apetecible, aún, el brebaje. Sus largos dedos hacían girar la cucharilla mientras el sólido edulcorante desaparecía entre el líquido estimulante.

Buscó en su bolso el paquete de cartón, ese que contenía el humo que aspirar y que tan bien sabía con el café. Para sentir ese gran placer sólo necesitaba un mechero, en su defecto una cerilla. Los tenía. Pero no, a partir de hoy, el café sin cigarro también le sabría a gloria bendita.